I

   -¿Nunca estuviste con un amigo, así? -dijo él mientras intentaba provocarme una erección. Me tocó la pija, dormida, apenas del tamaño de una aceituna, sin ninguna habilidad. Apretó la cabeza entre dos dedos; me causó dolor, leve, comezón. Insistió un par de veces. Como el glande estaba húmedo, se le escapaba como a la madre adoptiva del gato Tom se le escapa el jabón en la ducha. Yo estaba sentado, con el torso hacia adelante. Él estaba de a ratos sentado junto a mí, otro poco parado, quieto a medio metro, o caminando, dando círculos y mirando hacia todas partes. Aunque era verano, hacía frío y ofrecer la pelvis con mayor generosidad me habría obligado a exponer la parte baja del estómago al viento del parque, ya que la camiseta que llevaba era demasiado corta. No es que no quisiera; no es que quisiera ni que no quisiera. Me daba un poco igual. Recuerdo con claridad la contrariedad que me producía el fresco de la mañana. Dos hombres pasaron a caballo, juntos sobre una misma montura, a lo lejos. El tema era: aburrimiento versus frío.

   -Es normal ¿sabés? Es normal entre amigos.

   J. atendía durante el verano el puesto de diarios de la peatonal, a cien metros del chalet que los tíos de Madre por parte de su padre (Tino, Clementina) tenían en Mar del Plata y que nos dejaban utilizar en diciembre o marzo, cuando ni ellos ni sus amigos de primera categoría (eso existía entonces pero ahora están muertos), ocupaban el lugar. Trataba de convencerme, aunque no era necesario.

    No es cuestión de provocar ni llamar la atención. Nene-adolescente, adolescente-hombre. Las categorías que hablan de madurez sexual lo hacen siempre dentro de la certeza de un límite innegable, muy lejos de las fronteras; sobre eso, siempre se habla de otros. Es el colmo de la seguridad. De chico fui un nene solitario, y era ignorado por vecinos, compañeros de sala de jardín, de preescolar o de grado en el colegio. No había en mí (creo) ninguna repelencia particular. Al contrario, era más bien apacible y curioso, y siempre quería participar de algún complot o una confabulación, romper macetas, golpear con cautela al retardado del curso, espiar las tetas de la más gorda, escabullirme en la dirección en el recreo para hacer un bollo con la bandera, esas cosas. Participaba, pero guardando una respetuosa distancia, tímido, temeroso. Los iguales me intimidaban. Tal vez esa misma prudencia fuera demasiado evidente y provocara lo que quería evitar, es decir, que se fijaran en mí. Y lo raro, entonces, o era aporreable (no era el caso, por suerte) o tan solo invisible. Hoy en día, cuando me veo obligado a escapar de una reunión o simular que hablo por teléfono para que no me acose un compañero de trabajo o no me obliguen a participar de una ronda de cervezas luego de la oficina, me reconozco en ese chico pelirrojo de ojos azules oscuros, casi negros, que se mordía el labio y dejaba restos de sangre en las hojas de los libros, silencioso y humano que por alguna razón (o por ninguna en absoluto, o por un conjunto complejo de muchas razones) cruzó algunas fronteras de manera aislada; aunque no sabría decir quá parte de mi ser quedó atrás, rezagado, cuidando los juguetes o la caverna inuit que improvisaba con las sábanas y frazadas en invierno. El cuerpo estuvo conmigo, de viaje; el resto también.

    Mi cuerpo era entonces menudo y suave, lampiño pero con un preanuncio de pelusa aterciopelada, la piel casi transparente dejaba ver muchas venas y arterias, el pelo rojo o ceniza oscuro, los ojos grandes y curiosos al principio, un poco más entornados después. Era culón. Si me subía una bombacha por los costados, forzando una cola-less y sacaba culo, a menos del minúsculo bulto entre las piernas, no tenía nada que envidiarle a ninguna lolita. Las manos finas, las uñas jamás mordidas, el labio a veces partido. Rulos, pestañas larguísimas que solían meterse para adentro y molestarme, hacerme llorar. La cintura reducida, un diente apenas roto en un ángulo como única muesca, una minúscula selección de cicatrices y algún raspón menor en la rodilla. Mi pene era corto y grueso, bastante más que la media de mis compañeros de clase o de mis colegas de la calle. La putez de los nenes está ahí, donde pasen una tarde solos, cuando tengan ese rato extra de aburrimiento y se aíslen dulcemente del resto del universo.

    -Es normal -insistió J. metiéndome la mano a la fuerza entre el estómado y los cuádriceps. Yo lo dejé. Me tocó el pito un largo rato, esta vez con más suavidad. Lo miré a los ojos, sentí su temor. Sus pupilas saltaban enloquecidas de mi bulto a la arboleda y otra vez a mi cuerpo. Si alguien lo viese… pensé. Si alguien lo hubiera visto posiblemente lo hubieran interpelado, y hasta tal vez dado una paliza. En el fondo, se lo merecía, pero no por lo que cualquier paseante del parque hubiera considerado golpearlo, sino simplemente por idiota. Miraba allí, miraba aquí, pero nunca mis ojos. Me sentí decepcionado por la falta de contacto. Pensé “qué poco hombre” y me quejé para mis adentros como creía que se quejaría una putita; un suspiro, un vuelo de ojos, la muñeca artificialmente quebrada. El se tocaba por debajo del pantalón de jogging; patético. Al final, desesperado, sacó el pene, largo pero ridídulamente escuálido y salpicado de lunares absurdos, y de dos sacudidas logró llenarse de semen el muslo izquierdo. No fue un chorro, sino más bien una gota extensa que tardó en salir a borbotones. Todo aquello me pareció triste y amargamente romántico, y me cubrí la erección con pudor artificial. J. salió disparado murmurando algo, castigándose con vaya a saber yo qué ideas post eyaculatorias. Me paré y me sacudí el short de baño que se había llenado de ramitas y hojarasca. Estaba caliente, femenino y algo frustrado. Caminé las dos docenas de calles que me separaban de la peatonal con las manos en los bolsillos, pellizcando el glande con cuidado, manteniendo un décimo de erección. Al llegar a la rambla bajé por X hasta Y, y allí doblé a la izquierda. Una jauría de perros escuálidos salió disparada dejando tras de sí un montón de basura descuartizada. Encontré entre los restos una caja de preservativos. La caja era azul y decía con letras blancas “Amor”. Dentro había un preservativo usado, apretujado a la fuerza dentro del sobre de plástico. Lo saqué, sentí el olor a goma mezclado con semen; me lo metí en la boca, excitado, y lo masqué un largo rato, como si fuera un chicle, y seguí caminando. A la vuelta del chalet lo escupí y entre a casa a tomar la leche que Madre había preparado, ver los dibujitos, tirarme en la cama a esperar…